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Porqué la juventud se dedica a vender droga

Comparto unos párrafos de Freakonomics, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, para que dejen correr su imaginación transponiéndolas a México actual. P.P.104-109

De modo que, si el tráfico de crack es el trabajo más peligroso de Estados Unidos, y SI el salario era de sólo 3,30 dólares la hora, ¿por qué demonios aceptaría alguien un trabajo así?

Bueno, por la misma razón por la que una hermosa jovencita se traslada de la granja de Wisconsin a Hollywood. Por la misma razón que un quarterback de instituto se levanta a las cinco de la mañana para hacer pesas. Todos desean triunfar en un campo extremadamente competitivo en el que, si alcanzan la cima, les pagan una fortuna (por no hablar de la gloria y el poder que comporta).

Para los chicos que crecían en un complejo de viviendas subvencicnadas de la zona sur de Chicago, el tráfico de crack parecía una profesión glamurosa. Para muchos de ellos, el trabajo del jefe de la banda -altamente visible y altamente lucrativo- era con diferencia, el mejor al que creían tener acceso. Si hubiesen crecido en circunstancias diferentes, tal vez habrían pensado en convertirse en economistas o escritores. Pero en el barrio en el que actuaba la banda de J.T., era prácticamente imposible obtener un trabajo decente. y Lícito. El 55% de los niños del vecindario vivía por debajo del nivel de la pobreza (frente a una media nacional del 18%). El 78% procedía de familias monoparentales. Menos del 5% de los adultos poseía un título universitario; apenas uno de cada tres hombres adultos tenía trabajo. Los ingresos medios del barrio eran de unos quince mil dólares anuales, bastante menos de la mitad de la media estadounidense.

Durante los años en que Venkatesh vivió con la banda de J.T., los soldados de a pie con frecuencia le pedían ayuda para conseguir lo que ellos llamaban "un buen empleo»: trabajar de conserje en la Universidad de Chicago.

El problema del tráfico de crack es el mismo que el de cualquier otra profesión glamurosa: hay un montón de gente compitiendo por un puñado de premios. Ganar mucho dinero en la banda era tan improbable como que la jovencita de la granja de Wisconsin se convirtiese en estrella de cine o que el quarterback del instituto jugase en la Liga Nacional de Futbol Americano. Pero los delincuentes, como todos los demás, responden a incentivos. Si el premio es lo bastante grande, se pondrán en fila en espera de una oportunidad. En la zona de Chicago la gente que quería vender crack superaba con creces el número de esquinas disponibles.

Estos señores del crack en ciernes topaban con una máxima laboral inmutable: cuando existe una gran cantidad de gente dispuesta a realizar un trabajo y capaz de hacerla, por lo general éste no está bien remunerado. Ése es uno de los cuatro factores significativos que determinan un salario. Los otros tres son los conocimientos especializados que requiere un trabajo, lo desagradable que sea y la demanda de servicios que satisface.

El delicado equilibrio entre estos factores ayuda a explicar por qué, por ejemplo, la prostituta típica gana más que el arquitecto típico. Tal vez se crea que no debería ser así. El arquitecto parece más cualificado (en el sentido habitual de la palabra) y con un mayor nivel educativo (de nuevo, en el sentido habitual). Pero las niñas no crecen soñando con convertirse en prostitutas, así que la provisión de prostitutas potenciales es relativamente pequeña. Sus habilidades, pese a no ser necesariamente «especializadas», se practican en un contexto muy especializado.

El trabajo es desagradable y difícil en al menos dos aspectos diferentes: la probabilidad de ser víctima de actos violentos y la oportunidad perdida de tener una vida familiar estable. Pero ¿y en cuanto a la demanda? Digamos que es más probable que un arquitecto contrate los servicios de una prostituta que viceversa.

En las profesiones glamurosas -cine, deporte, música, moda- entra en juego una dinámica diferente. Incluso en negocios que ocupan el segundo nivel del glamour, como el mundo editorial, la publicidad y los medios de comunicación, multitud de gente joven y brillante se lanza a trabajos odiosos en los que se les paga poco y se les exige dedicación ilimitada. Un ayudante editorial que gana 22.000 dólares en una editorial de Manhattan, un quarterback de instituto sin sueldo y un traficante adolescente de crack participan en el mismo juego, un juego que más bien se considera un torneo.

Las reglas del torneo son sencillas: si se quiere llegar a lo alto hay que empezar por abajo. (Al igual que un jugador medio de la liga nacional probablemente jugó en la infantil y como el Gran Dragón del Ku Klux Klan probablemente comenzó como un humilde lancero, un señor de la droga normalmente empezó vendiendo drogas en una esquina.) Hay que estar dispuesto a trabajar duro con un salario inferior al mínimo. Para avanzar en el torneo, uno debe demostrar que no sólo está por encima de la media, sino que es espectacular. (El modo de distinguirse a sí mismo por supuesto difiere de una profesión J. otra; pese a que J.T. controlaba los resultados de ventas de sus soldados de a pie, era su fuerte carácter lo que realmente importaba, más de lo que importaría para, digamos, un jugador de béisbol.) Y finalmente, una vez que ha llegado a la triste conclusión de que nunca llegará a la cima, abandonará el torneo. (Algunos permanecen más tiempo que otros -recordemos a los «actores» que acaban sirviendo mesas en Nueva York-, pero generalmente captan el mensaje bastante pronto.)

La mayoría de los soldados de a pie de J.T. no estaban dispuestos a seguir en ese puesto por mucho tiempo después de darse cuenta de que no ascendían en el escalafón. Especialmente cuando comenzaban los tiroteos. Tras varios a110S relativamente tranquilos, la banda de J.T. se vio envuelta en una guerra por el territorio con una banda vecina. Los disparos desde vehículos en movimiento se convirtieron en algo cotidiano. Para un soldado de a pie -es decir el hombre de la banda en la calle- esas condiciones resultaban especialmente peligrosas. La naturaleza del negocio exigía que los clientes lo encontraran con facilidad y rapidez; si se escondía de la otra banda, no podía vender, su crack.

Hasta que estalló la guerra de bandas, los soldados de a pie de J.T. habían estado dispuestos a aceptar un trabajo arriesgado y mal remunerado por la perspectiva de ascender. Pero como un soldado de a pie explicó a Venkatcsh, ahora quería que lo recompensaran por el riesgo añadido: «¿Te quedarías aquí COI1 todo este follón? No, ¿ verdad? Pues si me van a pedir que me arriesgue mi vida, que me pongan delante el dinero, tío. Que me paguen más, porque no pienso malgastar mi tiempo aquí mientras dure esta guerra.»

J.T. no había querido esa guerra. Por una cosa: debido al riesgo añadido se veía obligado a pagas a sus soldados de a pie sueldos más altos. Y lo que es peor, la guerra de bandas era mala para el negocio. Si Burger King y McDonald's emprenden una guerra de precios para ganar cuota de mercado, de alguna manera ganan en volumen lo que pierden en precios (aparte de que no se dispara a nadie), pero cuando se produce una guerra de bandas, las ventas caen en picado porque los clientes temen tanto la violencia que no saldrán a campo abierto para comprar crack. A J.T. la guerra le costaba cara en todos los sentidos.

Así pues, ¿por qué emprendió la guerra? En realidad, él no lo hizo. Fueron sus soldados de a pie quienes la comenzaron. Resultó que un jefe del crack no poseía tanto control sobre sus subordinados como habría deseado. Eso es porque contaban con diferentes incentivos.

Para J.T., la violencia suponía una distracción del negocio; habría preferido que sus miembros no disparasen una sola bala. Para un soldado de a pie, sin embargo, la violencia servía a un propósito. Uno de los escasos modos en que un soldado de a pie podía distinguirse del resto -y avanzar en el torneo- era demostrar su entereza ante la violencia. Un asesino era respetado, temido, se hablaba de él. El incentivo de un soldado de a pie era hacerse un nombre, y el de ].T. evitar que lo consiguiesen. "Tratamos de decir a estos enanos que pertenecen a una organización seria -explicó a Venkatesh en una ocasión- No todo es matar. Ven esas películas de mierda, creen que todo es correr por ahí dando palos. Pero no es así. Hay que aprender a formar parte de una organización; no puedes estar peleando todo el tiempo. Es malo para el negocio>

Al final, J.T. se impuso. Supervisó la expansión de la banda y vivió un nuevo período de prosperidad y relativa paz. J.T. era un triunfador. Se le pagaba bien porque muy pocas personas eran capaces de hacer lo que él hacía. Era un hombre alto, atractivo, inteligente y duro que sabía cómo motivar a la gente.

Además, era hábil, nunca se expuso a que lo arrestaran por llevar armas o dinero cuyo origen no podía justificar. Mientras el resto de la banda vivía con sus madres en la pobreza, J.T. tenía varias casas, varias mujeres y varios coches. También contaba con su educación empresarial, claro. Trabajaba constantemente para sacar más provecho de su ventaja. Por ello ordenó la contabilidad al estilo empresarial que finalmente cayó en manos de Venkatesh. Ningún otro líder de una franquicia había hecho nunca nada semejante. En una ocasión,].T. presentó sus libros de contabilidad al consejo de administración para demostrar, como si fuese necesario, el alcance de su visión para los negocios.

Y funcionó. Tras seis años dirigiendo su banda local, J.T. fue ascendido al consejo de administración. Tenía treinta y cuatro años, y había ganado el torneo. Pero ese torneo tenía una trampa que la publicidad y los deportes de elite e incluso Hollywood no tienen. La venta de drogas, después de todo, es ilegal. Poco después de que entrase a formar parte del consejo de administración, los Black Disciples fueron detenidos acusados de delito federal -la misma acusación que llevó a Booty a entregar sus cuadernos a Venkatesh-, y J.T. acabó en la cárcel.

A no ser que "la economía» se interprete, en un sentido más amplio, como un medio de construir y mantener cientos de prisiones. Consideremos ahora otra de las explicaciones al descenso de la criminalidad: la mayor confianza en las cárceles. Podemos empezar por darle la vuelta a la pregunta referente al crimen.

En lugar de preguntamos qué hizo que el crimen descendiera, planteémonos lo siguiente: ¿por qué había aumentado de forma tan espectacular para empezar?

Durante la primera mitad del siglo xx, la incidencia de los crímenes violentos en Estados Unidos era, en general, bastante constante. Pero en la década de los sesenta comenzó a ascender. En retrospectiva, resulta evidente que uno de los factores más importantes que impulsaban esta tendencia era un sistema judicial más indulgente. Los índices de condena descendieron durante los sesenta, y los criminales condenados cumplían penas más cortas. Esta tendencia venía generada en parte por un incremento de los derechos de los acusados; un incremento prescrito mucho tiempo atrás, dirían algunos. (Otros replicarían que el incremento fue demasiado lejos.) Al mismo tiempo, los políticos se mostraban cada vez más indulgentes respecto al crimen; «por miedo a parecer racistas -como ha escrito el economista Gary Becker-, puesto que la mayor parte de los delitos graves son cometidos por afroamericanos e hispanos». Así que, si deseábamos cometer un crimen, los incentivos se disponían a nuestro favor: una probabilidad más escasa de ser condenados y, de llegar a serio, una pena más corta. Dado que los criminales responden a incentivos con tanta facilidad como cualquiera, el resultado fue un repentino aumento de la criminalidad.

Llevó un tiempo, y mucha agitación política, pero dichos incentivos se vieron finalmente reducidos. Los criminales que antes habrían ~ido puestos en libertad -en especial por delitos relacionados con las drogas y revocación de la libertad condicional- eran en cambio encarcelados. Entre 1980 y 2000, el número de personas enviadas a prisión por cargos relacionados con las drogas se multiplicó por quince. Se prolongaron muchas otras sentencias, en I especial por crímenes violentos. El efecto total fue espectacular en el año 2000 había más de dos millones de presos, aproximada mente cuatro veces más que en 1972. Al menos la mitad de ese incremento se produjo durante la década de los noventa.

La evidencia que vincula el incremento de las penas con los índices de criminalidad inferiores tiene mucho peso. Se ha demostrado que las condenas duras actúan como elemento de disuasión (para el criminal potencial de la calle) y prevención (para el criminal potencial que ya se encuentra en la cárcel). A pesar de lo lógico que esto pueda parecer, algunos criminólogos han luchado contra la lógica. Un estudio académico de 1977 titulado «Por una moratoria en la construcción de prisiones» apuntaba que cuando los índices de encarcelamiento son altos los índices de criminalidad tienden a aumentar, y concluía que si se rebajaban los índices de encarcelamiento, el crimen descendería. (Afortunadamente, los carceleros no aflojaron de repente sus guardias y esperaron sentados a que el crimen descendiera. Como John J. Dilulio Jr., analista político, comentó más tarde: «Al parecer se necesita un doctorado en criminología para dudar de que mantener en la cárcel a los criminales peligrosos reduzca el crimen.»)

El argumento de la «moratoria» se basa en una confusión fundamental entre correlación y causalidad. Consideremos un argumento paralelo. El alcalde de una ciudad observa que sus ciudadanos celebran salvajemente la victoria de su equipo en las Series Mundiales. Esta correlación le intriga, pero, como el autor de la «moratoria», no consigue ver la dirección de la correlación. Así que, al año siguiente, decreta que los ciudadanos comiencen a celebrar las Series Mundiales «antes del primer lanzamiento», un acto que, en su mente confusa, asegurará la victoria.

Sin duda existen múltiples razones para que nos desagrade el enorme aumento de la población reclusa. A no todo el mundo le complace que una fracción tan importante de la población, especialmente de la población negra, viva entre rejas. La cárcel tampoco se acerca siquiera a tratar las raíces del crimen, que son diversas y complejas. Por último, la cárcel tampoco supone una solución barata: mantener a un preso cuesta cerca de 25.000 dólares al año. Pero si el objetivo en este punto es explicar la caída de la criminalidad en los noventa, el encarcelamiento es sin duda una de las respuestas clave, ya que explica aproximadamente un tercio del descenso.

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